Cristina Grela

Tú no sabes quién soy yo: Capítulo 1

Primera parte

Agripina dejó la cesta de mimbre llena de verduras en el empedrado, no porque pesase, que pesaba, sino porque no le gustaba lo que acababa de ver. Era el último día de abril y de todas las puertas de la plaza colgaba una retama amarilla. Excepto de la de A Langrina. Los dueños, emigrantes que habían retornado de Francia a las puertas de la jubilación y abierto en Bargueño aquel albergue para peregrinos con dinero, no creían en supersticiones. Pero Agripina sabía que el mayo era algo más que un cuento de viejas. Se persignó mientras decía: «Dios siempre te ve, Dios siempre te observa, la vida es corta, la muerte cierta, la hora de la muerte incierta».

Volvió a ponerse sobre la cabeza la cesta de mimbre y desanduvo sus pasos. Al día siguiente en A Langrina no habría verdura para comer, se negaba a cruzar una puerta que ya estaba maldita.

Capítulo 1

Sábado, 30 de abril

Las mosquitas bailaban en la superficie del lago, ignorando el frío de la noche que llegaba. Las tablas del paseo sonaban como una película de terror; la niebla, cada vez más densa, le enfriaba la punta de la nariz. Eloy Martínez llevaba cinco años en el puesto de la Guardia Civil de San Silvio, ayuntamiento del que dependía Bargueño, el pueblo en el que se encontraban, y todavía no se había acostumbrado al clima de ese lugar donde dormías tapado en agosto. Aun así, no dudó en quitarse la chaqueta y ofrecérsela a Mónica.

Hacía semanas que no podían pasear con calma. Cada año santo, aumentaba el número de peregrinos y la carga de trabajo para los pocos guardias civiles destinados en San Silvio. Siempre había que ayudar a algún temerario sediento por recorrer muchos kilómetros sin planificación. Las torceduras de tobillo estaban a la orden del día. Las peleas debido al alcohol entre los que momentos antes habían sido como hermanos se sucedían casi a diario. Realmente no era un trabajo complicado, pero los obligaba a hacer más horas, apartándolos de la vida apacible que disfrutaban los meses de menor afluencia de peregrinos.

Ese fin de semana sería el último libre en mucho tiempo, así que pensaba aprovecharlo con su pareja desde hacía tres años. Las relaciones había que cuidarlas y Mónica no era de las que se conformaban con las migajas.

—Estás muy callado, Eloy. ¿En qué piensas?

—Pienso que ser un caballero te lleva inevitablemente a la muerte.

Mónica se paró a mirarlo.

—¿Cómo dices?

—Pues que te he prestado la chaqueta, pero hace un frío do demo, como decís aquí.

—¡Serás blando! —Soltó una carcajada y le pegó un puñetazo en el hombro—. Anda, vámonos ya, que le he dicho a mamá que te quedabas a cenar.

Eloy le dio un beso en la frente y la agarró por la cintura. Tras esquivar a varios turistas y vecinos por la pasarela, llegaron a la plaza.

—¿Qué son todas esas plantas amarillas? —preguntó Eloy.

—El mayo.

—¿El qué?

—Son retamas, pero aquí las llamamos el mayo. Se suelen colocar en las puertas, y también en los coches, si te fijas.

Eloy contempló la plaza con detenimiento. Era un sitio curioso, donde se mezclaban viviendas de piedra de dos plantas, edificios de cuatro alturas y aquel albergue de lujo.

—No lo entiendo. ¿Por qué hoy?

—Cuenta la leyenda que, si la noche del treinta de abril al uno de mayo no tienes la retama en la puerta, las brujas entrarán en tu casa o en tu coche y… —El canto de un gallo a lo lejos la detuvo—. ¿Lo has oído?

—¿Qué pasa? ¿Que los gallos son las brujas que se manifiestan? —Mónica le dio otro puñetazo—. ¡Eh! Este sí que ha dolido.

—No te burles, un gallo que canta a deshoras anuncia muerte.

Justo en ese momento, una mujer que llevaba una cesta de mimbre sobre la cabeza pasó por su lado murmurando algo que no entendieron.

—Parece que esa señora también se ha asustado —dijo Eloy.

—Se llama Agripina, vive en Bargueño desde que nació, hace ochenta y cinco años.

—¡Caray! Pues no los aparenta.

—Es por el estilo de vida de antes. No fuma ni bebe, que se sepa, y solo come lo que ella misma cultiva, además de pescado que compra a una chica que lo trae directamente del barco al pueblo tres veces por semana.

—Si los hijos son como ella, supongo que también llegarán a su edad en esas condiciones.

—No ha tenido, y no porque le faltaran pretendientes. Siempre ha sido muy rara. Ya la has visto, ha pasado sin mirar, murmurando a saber Dios qué.

—Quizá ha ido a esconderse del polluelo ese. —Sonrió de manera burlona y le sacó la lengua.

Mónica negó con la cabeza y se dirigió hacia el coche. Eloy le abrió la puerta y, acto seguido, entró en su vehículo, dispuesto a seguirla hasta aquel lugar donde se cocinaban las mejores croquetas que había probado en su vida.


En cuanto Eloy y Mónica dejaron la plaza empedrada atrás, un grupo de seis muchachos salió del A Langrina hacia el lago. Uno de ellos se rezagó.

—Abel, ¿qué haces? Date prisa —dijo Marina.

—¿Qué quieres? La fachada del albergue es perfecta para aprender lo que no haré durante mi carrera profesional. ¡Menuda mierda!

—¿En casa es siempre así? ¿Lo critica todo? —dijo Iago.

—La pregunta es si existe algún edificio que él no pueda criticar.

—Oh, cállate, que a ti las únicas construcciones que te interesan son las de las cajas de cables de red —dijo Abel, acercándose a Iago.

—¿Qué pasa? ¿Que como no soy arquitecto no tengo derecho a opinar sobre si un edificio es feo o bonito?

—Pues no. Para opinar hay que saber de lo que se habla. A ti te gusta porque está en tu tierra. La pena es que no hayas aprendido a apreciar lo bueno después de tanto tiempo en Madrid.
Iago le aguantó la mirada unos segundos, puso las manos en alto, las dejó caer como signo de rendición y regresó al albergue.

—Iago, por favor, ¿a dónde vas? —Marina le hizo un gesto a su novio para que no volviese a abrir la boca—. Venga…

—Me duele de cabeza, me voy a dormir.

—Déjalo —dijo Abel, retomando el camino—. ¡Menudo paleto! Este edificio de mierda está en un pueblo de mierda. ¿Cómo se le ocurre siquiera insinuar que puede ser bonito?

Tamara se agarró del brazo de Marina y le dio un beso. Carmen se puso al lado de Belarmino, el más callado del grupo, para darle conversación mientras caminaban por la pasarela estrecha a la que acababan de llegar. Abel iba delante, marcando el paso.

—Oye, Belar —dijo Carmen—, ¿cómo se te ha ocurrido hacer el Camino de Santiago en ese patinete?

—¿A mí? ¡Pero si hemos venido todos en uno!

—No, yo voy en un vehículo de dos ruedas como Dios manda, pero lo de tu Chinotron no tiene nombre.

—Ah, ¿que tú crees que tu Zero 9 es mejor?

—No lo creo, lo es: cuarenta kilómetros por hora y cuarenta de autonomía, carga rápida y acabados personalizados. Con la suspensión que tiene el tuyo, mejor sería que hicieses el Camino en una taladradora neumática.

Abel paró y se dio la vuelta para dirigirse a Belarmino.

—¡Zasca! Te está bien empleado.

—¿Por qué?

—Por no ayudarme con el estúpido de Iago.

—Yo soy abogado, pero no de las causas perdidas. Además, la fachada no está tan mal.

—Vaya, pensé que solo teníamos un paleto en el grupo, y resulta que no. Si ya me decía mi madre que no me juntase con ciertas familias.

Marina iba a intervenir, pero no le dio tiempo. Belarmino dio la vuelta para regresar al albergue.

—Uy, qué piel tan fina —dijo Carmen.

—Pero ¿a ti qué te pasa hoy? —preguntó Tamara, mirando a su amigo.

—No me pidas tantas explicaciones, que no eres mi novia —respondió Abel.

Tamara se puso roja. Iba a hacer lo mismo que Iago y Belarmino, pero Marina se lo impidió. Los cuatro volvieron a ponerse en marcha como si tuvieran prisa. Nadie hizo comentarios sobre las tablas rotas ni sobre el ruido que hacían al pisarlas. Ni siquiera se quejaron del frío. Cuando llegaron al lago, desanduvieron sus pasos sin mirar nada en detalle.

Una vez en la puerta del albergue, que habían atravesado hacía menos de quince minutos, Abel negó con la cabeza una vez más.

—No empieces, por favor —dijo Marina.

—Tu estilo es más «porfa» que «por favor». —Abel miró hacia Tamara y le guiñó un ojo. Luego entró en A Langrina sin esperar a las demás.


Habían alquilado una habitación para los seis, siempre lo hacían porque no pensaban compartir espacio con olores de pies desconocidos. A Langrina, más que un albergue, parecía un hotel. Las camas estaban dispuestas en dos grupos de tres, cada una con manta marrón, nórdico y almohada viscoelástica. Las sábanas eran de un blanco nuclear que ni el prometido por aquella famosa chica que venía del futuro a ilustrarte sobre detergentes. El papel pintado, de formas abstractas en tonos marrones, daba a la estancia un aire retro. Las ventanas no tenían persianas, pero sí cortinas gruesas de color crema que llegaban hasta el suelo y contras de madera en la parte exterior.

Iago y Belar estaban sentados en las camas que daban al pasillo, frente a frente.

—Yo también me he enfadado —dijo Belar—, así que te sonará extraño lo que voy a decir, pero no se lo tengas en cuenta. Ya sabes cómo se pone cuando está cansado. Enfrentarse al mundo es su manera de desahogarse.

—Pues no, no entiendo que lo defiendas, no sé cómo has aguantado sus estupideces durante tantos años. A veces dan ganas de matarlo.

Callaron justo en ese momento porque escucharon pasos acercándose. Abel entró con ímpetu y se metió en el baño, que, a diferencia de la mayoría de los albergues, estaba dentro de la habitación.

—Gracias por preguntar si alguna de nosotras quería ir primero —gritó Carmen mientras Abel cerraba la puerta, ignorándola—. De verdad, ¿qué le pasa hoy? ¿Es que lo tienes a dos velas, Marina?

—¿A ti qué te importa, vieja entrometida?

—Tranquilita, guapa, no la pagues conmigo.

Marina se dejó caer en el sillón que había en el extremo opuesto a las camas, apoyó la cabeza entre las rodillas y se masajeó el cuello.

—Anda, tontita, no te pongas así, ya se le pasará —dijo Carmen, enterrando el hacha de una guerra que nunca había comenzado—. Vamos a dormir, mañana será otro día.

—Vale, pero ¿mantenemos el plan inicial, porfa? Chicos por un lado y chicas por otro —preguntó Marina.
Ellos se miraron y Belarmino se adelantó a Iago:

—De acuerdo, de acuerdo, yo me pongo en medio.

Al cabo de quince minutos, Abel salió del baño más relajado.

—Vamos, no me pongáis esa cara, que me hacéis sentir fatal. Iago es un hortera de mierda, pero lo adoramos. Queredme a mí con mis cosas y mis días, ¿no?

Iago se levantó, serio. Acto seguido, soltó una carcajada.

—Eres un puto mamón.

Si todos rieron fue porque no sabían que, horas después, uno de ellos estaría muerto.